Llegando el Día de Todos los Santos, a los zagales del pueblo que éramos anejos al sacristán, tan zagal como nosotros, y puede que por vivir próximo a la de la Caridad, que también, se nos convocaba al atrio de la iglesia para distribuir las horas del toque de difuntos… Durante día y medio, al menos, había que estar “tocando a muerto”, parando tan solo que por la noche, a golpe de brazo. Hablo, para muchos de los que me leen, claro, de una época en que no se habían inventado los programadores, donde la luz eléctrica era un milagro reciente, y, ni qué decir tiene, lo de los móviles incluso estaba mucho más allá de la utopía.
Había que subir al campanario de la torre – toda una aventura de la que luego presumir entre escolapios – comenzando la proeza por aquel oscuro y tétrico habitáculo donde comenzaba la estrecha escalera de subida, donde se almacenaban las sillas de reserva, a las que había que echar mano en las festividades o actos de gran afluencia de asentaderos, como bodas, entierros, comuniones, navidad… La empinada y angosta escalera de ladrillo, daba vueltas y revueltas hasta alcanzar, en su altura, una base de dónde arrancaba otra, el último tramo ya, ésta corta, de madera, por la que se accedía al campanil a través de una trampilla…
Una vez arriba, sobre el suelo enmaderado, se abría en todo su esplendor y acoquine, un, para mí al menos, sobrecogedor y amplio paisaje, desde una altura que me encogía el ombligo… Por un lado, me atemorizaba, pues me imaginaba cayendo como un plomo y aplastándome contra el suelo como un pastelillo (es curioso que siempre que he soñado volar ha sido alzándome desde la tierra, no tirándome desde lo alto, lo que apunto a la atención de mi “psic” particular). La sensación era de una mezcla de miedo y atracción a la vez; un algo que me empujaba a asomarme a sus pretiles, al mismo tiempo que me paralizaba las piernas y me encogía el corazón; una especie de “pase” particular para mí de la película “Vértigo”, del tío Alfred…
Creo recordar que, en aquel espacio de tres arcos abiertos al exterior, habitaban un par de campanas: la grande y la chica, ésta última para la cosa de los “punteos”, a decir de nuestro amigo, el monago mayor… El viento, el frio y el olor del mar, casi que al alcance de la mano, te envolvían al instante, fundiéndote en un paisaje que se ampliaba a tus sentidos… Mi calle, que nacía a mis pies, se veía empequeñecida, como si hubieran hecho un juguete de ella con aquellas arquitecturas de tacos de colores, y mi casa se veía tan cerca y tan lejos al mismo tiempo, que me sentía como Gulliver en el país de los enanos. La gran experiencia de cada año, daba comienzo…
Sin embargo, la cuestión era harto sencilla… La pareja de guardia, sentados en el suelo de tablas, y con un extremo de las cuerdas del badajo en las manos, debíamos dar un toque de campana mayor cada diez o doce – quizá quince – segundos, y cada media docena de toques o así, con la pequeña, debía de acompañar un repique… Antonio nos subía un montón de pipas, torraos, avellanas y castañas secas con que Don Ramón, el párroco, nos habituallaba el servicio… Y allí echábamos tres o cuatro horas, puede que cinco, hasta que el relevo escalaba la espadaña y le pasábamos soga e instrucciones, y con qué, y cómo, guardar la posición.
El caso es que, después de esta larga exposición, ignoro el motivo de haber compartido esta historia con ustedes… Se me ha olvidado. O es posible que no haya existido ningún porqué. Puede que sea tan solo que me ha venido al recuerdo del rincón añejo y arcano donde se esconden las vivencias antiguas. De ese lugar ilocalizable desde donde el niño asalta al viejo. Desde donde aquello que fué pregunta al vacío si de verdad fué… O si es posible que algún crio de hoy pueda revivir las mismas emociones y sensaciones, al fin de no empezar a morir por los pensamientos.
Es que ahí es, precisamente, por donde empieza uno a despedirse, aunque no queremos reconocerlo… Es posible que esto haya saltado a mi hoy desde mi ayer porque recién he leído un pensamiento, breve pero denso, de Foucold: “vivir es compartir”. Se vive mientras se comparten las vivencias – valga la redundancia -, las presentes y las pasadas… En tres palabras: compartir la vida. Lo que pasa es que los mayores tenemos una vida de la que ya quedan pocos, cada vez menos, de aquellos con los que compartimos aquel lejano presente, y no podemos confrontar nuestros recuerdos para saber si aquello forma parte de nosotros mismos, nos conforma, o ya es solo un retazo de nuestra nada…
…Y si fuera verdad, ¿a quién transmitirselo?.. y, ¿por qué?.. o, ¿para qué?.. ¿De verdad hay alguien que le interese escuchar retales ajenos de pasado?, ¿de qué sirve?.. Quizá como elemento narrativo, simplemente, para un cuento; puede que como recurso descriptivo, para un concurso de narraciones cortas; es posible que como ejemplo para incorporarlo a un taller de escritura… Puede ser, pero no lo sé. Solo cuestiones prácticas, please. Para formar parte de la literatura. Pero lo que sí es cierto es que las campanas (¿de dónde habrá sacado este tío estas cosas?), hoy se tocan desde el ordenador, o desde el móvil del cura… Y, luego a luego, hasta molestan a algunos vecinos.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ
www.escriburgo.com
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