(de Facebook)
Leo en un lugar destacado de un destacado diario nacional, un día de pleno Agosto, un reportaje sobre los cines de verano, que está entre el recurso y la añoranza. Muy bien escrito y bien definido, por cierto… Digo que se mece entre el recurso, porque no deja de ser una solución estival para que los periódicos completen espacio vacío; y la añoranza, pues tampoco deja de ser una figura evocativa para muchos lectores de aluvión. Y retórica, por supuesto, ya que, a ese placer, cada vez más perdido, se le puede sacar mucho partido.
A mí mismo, fíjense, me sugiere este otro artículo. Pura evocación, ya lo sé, pero que bien puede gustar a muchos que hayan vivido la experiencia, o que aún la viva en algunos lugares, o que las haya oído contar a alguien cercano… Porque los cines de verano, que yo sepa, restan, no suman. Esto es, cada vez hay menos donde debería haber más, que son esos lugares que aún deben quedar por ahí, cada vez más perdidos, en que el veraneo se asemeje a las páginas de un tebeo…
Yo tengo mis recuerdos, claro está… Malo sería, si, por mi edad, no los tuviera. Esto trae consigo un par de cosas buenas: una vivencia-querencia que he tenido y retenido, y que dudo que otras generaciones jóvenes experimenten; y que aún puedo recordarlas, y evocarlas, que esa es otra bendición que no valoramos lo suficiente. Y me permito hacer aquí un inciso, aunque sea triste, porque viene a cuento: No hace mucho, hablando con una persona que empieza a padecer Alhzéimer, me comentó que “ya no es lo peor no acordarse de las cosas, sino que nadie quiera compartirlas contigo mientras te acuerdes de ellas”. Me pregunto si esa enfermedad de la memoria no tendrá, como una de sus causas, el desapego ajeno a las tales memorias de sus viejos (tómenlo a título de reflexión, nada más).
Pero, retomemos el hilo… Esos recuerdos de cine de verano que conservo, son más de crío que de adulto. Del tipo Cinema Paradiso y de todo un mundo perdido; de una sociedad ya desaparecida en el tiempo más reciente y más rápido que haya existido. Por eso tengo mis muchas dudas de poder re-encontrarme con ella si busco algún solar superviviente de cine descapotable, y me planto allí con mi cojín, mi agua y mi bocadillo de tortilla. Que creo que no, que no va a ser lo mismo. Los abandoné cuando el ruido de todo el mundo comiendo pipas se me hizo insoportable (misofonía se le llama a eso), y conste que hay un par de cosas que no entiendo: una, que no he logrado averiguar el porqué de chiquillo no me molestaba; y otra, con tanto pan de pipas y otras semillas que hoy se tiene por pan-gourmet, entonces y ahora no se hacían bocatas de pipas en los cines de verano, en vez del cliqueo chicharrero.
Sin embargo, y dejando a un lado todas esas cuarteleras disquisiciones, un cine de verano fue, durante mucho, muchísimo tiempo, el cierre perfecto y redondo de las largas jornadas estivales. Parte intrínseca del propio verano en sí mismo. Un verano sin cine de ídem no era verano. Era su final del día ideal, el broche con que la fantasía te cubría antes de irte a dormir.
En mi pueblo, el cine de verano, de sesión doble, acogía a dos tipos de fauna noctámbula: a los veraneantes, que solían llenar la primera de ellas, con cena de circunstancia festiva incorporada, en la que ramoneaban su feliz existencia de asueto a pajera abierta; y los de los veraneados (o residentes), que terciábamos el aforo de la segunda, una vez cumplido nuestro servicio a los primeros, y que nos evadía el ánimo de cara al descanso y los sueños de ensueños. Al día siguiente, los que sirven, bastante antes que los servidos, nos teníamos que levantar bien dispuestos, eso sí, con la cabeza puesta en la cartelera de esa próxima noche.
Dice Paloma Rando: “que te entierren sin duelo entre la playa y el cielo”, como pareado idílico a las noches de verano (no de veraneo), por un caso curioso que enseguida pasaré a comentar, y solo comparable a relajarse a la orilla de una pantalla cuyo techo es el mismo cielo tachonado de estrellas… No diré yo que no, aunque mis más antiguas experiencias y recuerdos me sitúen encaramado en lo alto de la tapia norte, empeñado en robar la pecadora fantasía de las escenas de “Arroz Amargo”, de Sylvana Mangano, aún condenándome voluntariamente a todos los fuegos del infierno por causa y efecto directo de la puñetera censura…
Me daba igual. Si hubiera de confesarme, por obligación o necesidad, de los “malos” pensamientos que me provocaban aquellas películas de 4R con Reparos, estoy seguro que habría de darle yo la absolución al cura antes que el cura concedérmela a mí… Bastante penitencia me llevaba a la cama con el culo convertido en ladrillo de dolor, como para tener que pasar, encima, por el confesionario.
Sí… son solo una pequeña parte, mínima, de la filosofía que arrranca en mí los cines de verano. Es todo un universo de vivencias y sensaciones irrepetibles que enriquecen la existencia personal de cada cual, aunque me reservo el pensar (y bien puedo estar equivocado) que las de hacen casi setenta años eran más ricas en contenidos y matices que las de hoy… Quizá por la carencia de entonces, quizá por la economía de subsistencia, quizá por la paciencia, quizá porque se le echaba mucha ciencia, pero que hoy nos concede una mayor conciencia, y quizá que hasta experiencia.
En un pueblo de Portugal, Cacela Velha, el cine de verano está situado en un viejo cementerio que dejó de recibir huéspedes a principio del reciente siglo XX… La lenta y paulatina muerte de estos cines tiene su mejor lugar de residencia y de resistencia donde esa muerte ha dejado de existir, porque une la vida ficticia a la real, y la enriquece. La metáfora de mezclar lo de recordar con lo de olvidar; las fantasías vivas con lo ya enterrado; las ilusiones con los restos de los que las tuvieron y sintieron, no deja de tener su aquél…
Y no es lo mismo un multicine que un cine de verano, una sala sellada y cerrada, que cuatro paredes lanzadas a un cielo estrellado. Tampoco me pregunten, ni me digan que lo razone, porque no sabría hacerlo. Solo puedo decirles que no existen mejores lugares para los sueños que los cines a cielo abierto, donde las estrellas de abajo y las de arriba se funden y se confunden… y es que no hay veranos de cine sin cines de verano.
Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com
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