Decididamente, la calorina me mata. Cada verano me toca sufrir algún problema de litiasis (cólico nefrítico, u otros), o de dolores de espalda o ciáticos, o conjuntivitis alérgica… Un catálogo de dolencias que hace del verano la estación menos amiga y deseada del año. Me lo paso entre calmantes, antinflamatorios y un gotero puesto en los ojos, la mar de entretenido. Cada año, inalterablemente, todos estos episodios me aparecen en lo alto de la chepa del estío hasta el hastío, y me lo ponen bien joío, como rimaría El Repuntín…
Y entonces me acuerdo de los veranos de mi infancia. Hacen ya mil años y un día. En aquel cuaternario de mi existencia, mis problemas eran de muy distinta naturaleza. Se limitaban a repartir los periódicos de medio pueblo montado en sandalias de goma que ardían mis pies (el otro medio era para mi hermano – bienes gananciales -) lo antes posible, a fin de poder arañar una horica en la que meterme en el mar; luego pasarme la tarde y parte de la noche “llampando” por escabullirme de mi yugo “comercial” un ratico para estar con mis amigos o ver de mal-ligar un poco; o maravillármelas para acudir a evacuar mi estómago a una casa donde había que buscar la oración (había que ponerse a rezar) y la ocasión oportuna – la siesta – porque te salían veraneantes de debajo de las losas…
Sí… en aquella época, las casas del pueblo se alquilaban a familias enteras por habitaciones, con derecho a cocina y retrete, naturalmente por riguroso turno horario, para sus semanarios de baños, y era la forma de sacar unas buenas perras para encarar la sequía del invierno (para mí, bendito invierno). Mi abuela, en su casa, en la que vivíamos y que cambiábamos por caseta de feria en verano, no era ajena a la práctica de aquella economía de supervivencia… El problema, ya digo, era el uso de un retrete comunal rehacio al ajuste de algo que solo obedecía a exigencias del apretón. Cuando yo entraba a paso ligero, me parecía que todos los rostros salidos de debajo de esas losas, me miraban con mala encaradura. Hoy reconozco que, aunque yo tenía mis perentorias razones, ellos también tenían las suyas. Al fin y al cabo, habían pagado por ello…
Lo que resulta muy curioso de todo esto que hoy me ha dado por contarles, es que de los veranos intermedios a los actuales, apenas me acuerdo nada de ellos. Y estoy hablando de más de cincuenta años de tales intermedios… ¿Cómo, o por qué, puede ocurrir tan flagrante omisión?.. No cabe duda que mi mente subconsciente es la trajinera de este efecto… Que, por algún motivo, a estas alturas de mi edad, esa puñetera mente maniobra para esconder bajo el celemín la mayor parte de mis veranos. Ese dilatado intermezzo que va desde mi infancia a mi senectud. El grueso de mis recuerdos veraniegos he de tomarme la trabajosa molestia de desenterrarlos a pico y pala de los escombros de mi vida, mientras los de crío afloran solos, como saliendo a flote, sin ni siquiera llamarlos…
¿Acaso eso ocurre porque me he hecho viejo sin darme cuenta, y esto que yo comparto con ustedes como una extrañeza, es normal y les ocurre a todos?.. A todos los viejos, o mayores, si se sienten mejor con el término (para mí no hay diferencia). Si así fuera, pues nada, habré de aplicarme lo de “mal de muchos, consuelo de tontos” aunque yo no obtenga ningún consuelo posible por tonto que sea, que lo seré… Y si así no fuera, entonces es que tengo, como diría mi amigo Juan, una amnésis selectiva, esto es, que no recuerdo lo que no me dá la gana recordar…
Aunque ese extenso período fuera dedicado a la crianza de los hijos y a trabajar más que un burro para conseguirlo, y a representar más que dos burros juntos en uno, que es lo que, en definitiva, me dediqué a hacer… Y eso, ahora, quizá, mi consciente-subconsciente me dice de esta manera que, más que vivir la vida, lo que hice fue el lila… Y que pude haber criado a los hijos de otra forma y con otra norma. Y que haber trabajado sin haber disfrutado, eso, para nadie de los tuyos es un modelo, si no más bien un camelo, y una forma de hacer el canelo, siguiendo con el repunte del Repuntín…
Y que para darme para el pelo (por seguir el verso), ahora mi memoria del estío, tío, solo abre la gatera del recuerdo a los malengues del presente y a los merengues del pasado. Y lo de en medio lo difumina en un gris confuso de nube tormentosa que cada día me cuesta más desenmarañar. Imagino que mis hijos, que ya son adultos, los recordarán por mí en los recuerdos de su niñez. Ojalá y sepan ser benévolos…
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ
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