(de Libera tu Clown)
La mejor etiqueta que nunca nadie me ha encasquetado me la dijeron el otro día: “eres un narrador de historias”, me soltó un lector de mis cosas y un “líctor” de mis casos… Adviertan vuecencias, que digo un lector y no un seguidor. Existen sus diferencias de concepto: el lector es el que me lee cuándo o dónde me encuentra, y el seguidor es el que me busca para leerme. Ambos dos son de valorar, desde luego, pero el segundo es además de agradecer… Pero vayamos al “diploma” en sí mismo: Narrador de Historias es un bello título, precioso y hermoso. Me gusta tanto que lo adoptaría de buen grado si posible fuera. Tal y como yo lo entiendo, “narrador” no es “constructor”, ni “inventor”, aunque esa última etapa la quemé en mi época de contador de cuentos a mi nieto Álvaro.
No… Narrador es el que cuenta y comenta lo que ve y con lo que se tropieza en su camino, aunque, inevitablemente, incorpore el saber de su experiencia en cada caso. Eso es un cronista, un escriba, un escribidor, o lo que es más bonito y sugestivo: un “narrador de historias”. Quedo pues muy agradecido al bautista por su bautismo. Y así y aquí queda dicho. Otra cosa distinta ya es si soy un buen narrador de historias, o un pasable contador, o un mediocre comentador de sucedidos o por suceder. Sea como fuere, me doy por satisfecho y con un canto en los dientes sabiendo que de algo valgo y para algo sirvo.
Todo está en el término “valoración”. Es una de las palabras más líquidas que existen. Lo de valorar es tan sumamente relativo que se licúa por el desagüe de la vida sin dejar rastro alguno. Porque una cosa es la definición y otra muy distinta y distante la valoración. No solo cada ser humano tiene su personal “very importance”, sino que, muchas veces, va, o viene, según el interés que cada cual, o a cada cual, mueva… Me refiero, claro, a esa rara avis que venimos en llamar “sinceridad”, por supuesto.
Les pongo un ejemplo igual de real: anteriormente había recibido un E-Mail de una casa editorial, firmado por la Responsable de Selección de Ediciones, nada más y nada menos, en la que se me comunicaba que, habiéndose percatado de que mi libro “Cosmogénesis” dormitaba en el depósito de cadáveres de Amazon, y tras valorar que su contenido reúne todo el interés y atractivo, que su redacción es óptima, que joer-qué-lástima-tú, etc. etc., me proponen reflotarlo, debidamente corregido y aumentado, desde su sello editorial, ya que asume en sí mismo todas las cualidades necesarias para su reedición, distribución y siguen con los etc. etc… Naturalmente, tan atractivo comienzo y prometedor inicio invita a seguir con los siguientes y relamidos párrafos… Suena bien, me dije a mí mismo…
Naturalmente, acepto la previa petición de mano, y espero… Luego me viene un segundo en que me dicen que, por una modesta cantidad de pasta, ellos asumirían la tirada inicial, asegurando el éxito de la misma, y luego ya, con los rendimientos, se autofinanciaría y hasta me daría beneficios, y más etc. etc… Por supuesto, cortesmente les contesto que: 1) por eso precisamente lo había editado en Ámazon, porque no me costaba un chavo; 2) que si tanta valía ponían en él, dados los ditirambos, que arriesgasen ellos ya que era su negocio; y 3) que para tal viaje, un servidor no necesita alforjas… Ni qué decir tiene que aún estoy esperando adecuada contestación, aunque solo sea por las más elementales normas de cortesía, si es que aún se utilizan, claro.
La gente, para poder vender su producto, y esto es perfectamente legítimo, faltaría más, acuden a las más estudiadas y sofisticadas técnicas de atracción: primero, es captar la atención; segundo, saber camelar – como dicen los romanís – y tercero, saber convencer… Ellos saben que la realidad la confecciona el cerebro en primer lugar, y luego está lo otro. Miren: uno va con un amigo paseando una noche de viento por un parque. Ve moverse algo y suelta alarmado “¡eh, ahí hay alguien!”…, tras lo que su acompañante lo convierte en un “no, ahí hay un tocón de árbol con sus ramas movidas por el viento”. Pero para el primero ha sido real su impresión, y es cierto que ha visto moverse a alguien. Su cerebro le ha construido la imagen que ha conservado en primer término, hasta que otro, u otros, se la ha “re-construido” tras el aviso de alarma. O sea: primero es creer ver, y luego ver lo que se cree.
Es como cuando se llama la atención sobre algo. La trayectoria de un balón en un juego, por ejemplo. Cualquier otro elemento real que entra en el campo de visión suele pasar desapercibido por lo general. El centro de control de la atención es el balón, no lo periférico, y al estar pendiente de esa cosa, que no de esa causa, lo demás desaparece del plano de visión a la vez que del plano de consciencia.
Quiero decir con todo este rollete que quién quiera nos la mete… Que todos nosotros, en mayor o menor medida, somos manipulables. A mí, se me puede manipular desde el halago, por ejemplo, el de Narrador de Historias, tanto como yo mismo también puedo manipular como tal narrador de historias, llegado el caso. La cuestión está en la intención. Y esa es la diferencia entre el piropo del espontáneo y el de la editorial…
Es que la vida es así, amigo mío, me dirán ustedes de todo esto. Pero eso es otro tremendo error de visión, porque los seres humanos sí somos así, pero no la vida… La vida es una muy sencilla secuencia de causas y efectos producida por nosotros mismos. Nosotros complicamos lo elemental para hacerlo artificial. Esa es nuestra condición; esa es nuestra intención… o nuestra mala intención.
Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com
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