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Foto del escritorMiguel Galindo Sánchez

QUIZÁ NO LES IMPORTE, PERO...



Con doce o trece años acabé aquella especie de Bachiller Elemental (algo paralelo a la actual Educación Primaria, con calzaderas), y, no se engañen los jóvenes que me puedan leer: se preparaba uno sin asistencia ni existencia de Institutos, y con el mismo maestro que te había desasnado, a golpe de modestas clases particulares que se pagaban apenas de la escasa economía familiar, y con la aportación del cura del pueblo en la cosa del latín, a cambio, quizá, de algún “cepillo” extra. Luego, eso sí, ibas a que te examinaran en un instituto de Cartagena… Y todo esto, no sin antes tu maestro te evaluara ante el páter familias, y diera sus bendiciones con una especie de “el zagal apunta intenciones, puede valer…”. Y hasta hí llegan los sacrificios, nene, porque no hay más artificios.

…Pues bien, cuando acabé “mis estudios”, simultaneándolos, naturalmente, con mi aportación laboral al escueto negocio del que vivíamos, y antes de asumir el cargo de “socio activo de la empresa”, mi padre me premió con un meritorio viaje “fin de carrera”: iría una semana a Madrid – imposible llegar más lejos – a casa de mis tíos, a conocer mundo y ensanchar cerebro. De algo me valdría, aparte de como premio, para luego buscarlas y después buscármelas, de ahí en adelante. Y todo vale cuando nada se tiene. Cualquier experiencia sirve donde no hay experiencias, aunque fueran sacadas de la mugre de una dictadura…

Así que un atardecer me sentaron en uno de aquellos trenes carpetovetónicos. El único que llevaba a la capital de las Españas era el tren Correo, que tardaba sus buenas doce horas en llegar sin retraso previsto (que siempre había previsto algún retraso) en aquella Renfe de banderín, pito y guardagujas, aún de posguerra… Aquellos trenes arrastraban penosamente sus buenos diez o doce vagones, entre mercancías y pasajeros. Y existían los de Primera (uno, máximo dos), que no puedo describirlos porque no los conocí; dos o tres, quizá cuatro, de Segunda, que tampoco puedo les referir pues tampoco los conocí; y todo el resto era de Tercera, dotados de unos asientos de tablas y sin división entre los viajeros, a veces familias enteras con medio ajuar a cuestas en apiñados desplazamientos… Si te tocaba un asiento corrido de tableado completo, eras un afortunado; pero si caías en uno de tabla-sí-tabla-no (había que ahorrar madera) llegabas a destino desprovisto de culo… Hacer aquel viaje a Madrid, durante toda una noche y toda una mañana montado en un traqueteo continuo al que llamaban tren, en una tortura a la que llamaban asiento, y entre un trajín de paisanaje dignos del Dr. Zhivago, desde luego, aparte de descoyuntante, era toda una experiencia.

Pero, a cambio, justo es reconocerlo, aparte de quedarte sin cuerpo útil, aprendías geografía… Geografía física, humana, social y económica. Un compendio muy completo el recorrer media España en diagonal… las navajas en Albacete; más allá Hellín, y sus caramelos; luego, con el gaznate hecho cartón, te ofrecían botijos de agua a peseta el trago largo… Entre estación y estación se desgranaba un paisaje lento, y subían y bajaban, como turnándose por un reloj hecho de vías, una pareja de guardias civiles que parcheaban todos los vagones, quizá buscando a algún desgraciado, otras veces acompañándolo, quizá porque eso mismo era su quizás… Pero se aprendía más en un viaje entonces de aquí a Madrid en uno de aquellos trenes, que hoy a la otra punta de Europa en un Erasmus… Tan solo que fijándote y callándote.

En Madrid me reuní (ya habíamos quedado) con un par de amigos del pueblo que coincidieron en la aventura. Juntos recorrimos lo que nos dijeron que era Madrid, no más… juntos nos perdimos, juntos nos encontramos, juntos olfateábamos nuestros puntos de encuentro y regreso a través de aquel legendario Metro – yo bajaba en Rio Rosas – y juntos llevamos a cabo alguna descabellada, pero eso sí, muy culta y educada, versada y letrada, e ilustrada, idea. Como fingirnos pseudoperiodistas (qué lástima, con la pinta que llevábamos), investigar el domicilio de alguna entonces digna dama del cine o del teatro – no había otra cosa dentro del circuito de la fama – Julia Caba Alba, por ejemplo, y presentarnos a la puerta de su piso con ascensor, antes de ser despedidos, eso sí, muy amablemente, por su asistenta desde el mismo descansillo… “La señora está descansando, y tengo orden de no molestarla…”. Naturalmente, diga usted que sí…

¿Qué por qué cuento todo esto?.. Puede que por las lecciones aprendidas en edad tan pronta; puede que por un ejercicio memorístico, para que no se me olviden del todo las cosas que, para mí al menos, fueron importantes un día; puede que para los de esta época que me leen, comparen dos mundos tan lejanos en dos épocas tan cercanas; puede que para valorar con ellos lo que perdimos y lo que hemos ganado a cambio; o puede que por dejar un testimonio que quizá ya a nadie importe… o puede que por hacer reír, o llorar, un poco.

También es más que posible que sean unas “batallas del abuelo Cebolleta” sin fuste alguno, sin ningún interés, sin gracia ni salsa alguna… Son esos casos en que puede ser más elocuente el envoltorio que el dulce que lleva dentro… No lo sé. Ustedes, los que me leen y me siguen como benditos cada semana, sabrán decírmelo. Y yo se lo agradeceré mucho, denlo por seguro…

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ

www.escriburgo.com

miguel@galindofi.com

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