En pleno y rabioso verano, cuando esto escribo, engancharse a ver unas olimpiadas en esas horas morcilleras del día, en las que el calor y el sopor te inyectan una laxitud casi cadavérica, es tener gana de flagelarse el ánimo. O quizá es todo lo contrario, una especie de placer oculto en ver cómo se machacan otros, desde un sillón bajo el aparato de seiscientas frigorías y ante el plasma de sesenta pulgadas con una cerveza fría en la mano. Aunque sean los Juegos un lugar distante y fresco, en lo que cabe, si es que aún cabe algo en tiempos de cambio climático en que en Siberia está cayendo un moreno de 45º y de apaga y vámonos… Habrá que ir mudándose de hemisferio o cambiando de estación, o de canal de televisión…
Hace algo más de 65 años, las olimpiadas no nos llegaban en absoluto… Si acaso, por el aparato de radio bajo búcaro y visillo (un mueble más de la casa, y el que lo tuviera), o por unos periódicos que llegaban con retraso, pero llegaban, y luego se manoseaban y comentaban en bares y barberías, cuando tocaba, antes de dedicarlos a sacar los lustres de los cristales de puertas y ventanas, que eran su destino natural y final, como mandaban las leyes de un reciclaje entonces reconocido en ahorraje… Es, por cierto, el que deberíamos rescatar y recuperar hoy, si es que en algo apreciamos nuestro inmediato futuro…
Enfrente de nuestra casatienda había un recinto que albergaba un holguero café (o así me lo parecía a mí entonces) y un espacio libre, liberado y liberador, bajo unos añosos pinos. Todo estaba cercado por un murete bajo con una reja de tablas de madera, y al que se accedía desde mi calle, y desde un “Real de la Feria” pomposo y orgulloso, y un callejón de conexión entre ambas arterias de no más de un par de metros de resuello, donde se aliviaban todas las vejigas machas de 6 a 86 años… Ese, y “la feria” era un lugar entre lugares donde los críos desarrollábamos nuestras reñidas y competidas olimpiadas. Saltos y carreras, donde nos dejábamos suelas, calzones y la pelleja de culos y rodillas; boxeo, en el que las medallas eran todas moradas y te las llevabas puestas; y el fútbol-rey, el deporte-sol, en uno de cuyos partidos perdí los dientes frontales por culpa de un balón de no reglamento: trapo, cuerda, y alguna piedra liada para darle peso y consistencia a aquello… Olimpiadas de posguerra. Nuestros juegos olímpicos se jugaban todos los años, y se celebraban de otoño a primavera, precisamente. Al contrario que ahora…
…Y es que, en el estío, había que ponerse las pilas para los juegos veranensis. Ahí tocaba rascar paleta para no dejarse una sola migaja del apretado maná foráneo. Murcianos de huerta; comarcanos de campo; cartageneros de Cartagena… muchos otros para seguir la ruta de la supervivencia allí a dónde iba su gente: los veraneantes. Unos veraneaban veraneando y otros trabajando, pero, mutas-mutandis, todos dejaban alguna perra gorda, alguna pelusa bajo el esparto… Por eso había que detener nuestras olimpiadas para atender lo que había de entender: que no era otra cosa que esa parte de la subsistencia de la existencia. Mi propia familia trasladaba su caracol a una caseta de ese Real de la Feria en busca del real de la calderilla, apretados y sin tener ni dónde cagar (con perdón pero literalmente) para luego, de nuevo, poder regresar al hogar…
Hasta la Virgen de Agosto tenéis, si es que podéis… se nos daba como pistoletazo de salida y llegada a los del pueblo, y la carrera empezaba hasta que terminaba. “El Día del Trueno”, también se denominaba al “dialavirgen”, y ese día marcaba la meta, el echar los ya exhaustos restos, la recogida de la medalla de cada cual, y el volver a la sosegada normalidad… ¿o acaso volvíamos a la anormalidad porque la normalidad era aquello otro?.. Nunca logré saberlo. Esa fiebre la hemos llevado los de mi pueblo que éramos “de mostrador”, hasta bien avanzada nuestra existencia, y aún fuera de él. Forma parte de una vida… o, mejor dicho, de los prolegómenos de una vida, de unas vidas, que ya nos están devolviendo a los “boxes”, y en los que nos preguntamos si esto que se recuerda, merece ser contado o no.
Es lo que les va a ocurrir a todos los pecholatas que hayan podido arramblar algo que colgarse en estas olimpiadas. Que, para las próximas, la gran mayoría de los mismos ya habrán sido olvidados. Y que, conforme gradualmente pasen más años, dejarán de ser valorados, si es que alguna vez lo fueron, y, al final, dentro de unos cuantos juegos más, hasta el que guarde un oro en alguna vitrina, se preguntará a sí mismo si es que aquello existió alguna vez y el por qué, o a cuento de qué existió…
Yo mismo seguí corriendo olimpiadas de pueblo pequeño; de amigos estrechos; de relaciones apretadas; de paisanaje y companaje… durante muchos años. Muchos más que los atletas que han luchado en las de verdad podrán repetir. Pero el final siempre es el mismo: que los juegos se acaban del todo un año en que ya no encuentras el camino de tu niñez; un día en que te pierdes a ti mismo; un momento, un instante de tu vida, en el que ya no regresas a donde estabas… Y te ves fuera de competición, con las manos vacías y los recuerdos llenos.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com
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