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NUEVIEJO



Viví aquellos años en que las cosas se arreglaban, se recomponían y se apuntalaban, pero jamás se tiraban… Nunca un algo dejaba de ser, sin valer para otro algo. Hoy me pregunto, en la distancia de mi existencia, si aquello era conciencia ecológica o pura necesidad (bien mirado, es lo mismo); si es que los cacharros de entonces se fabricaban sólidos, para que duraran mucho tiempo, o es que los hacíamos durar nosotros con nuestro uso; si aquello era economía circular, como ahora se le llama, o economía obligada; si era conciencia verde, o cuestión de conciencia a secas…

Pero eran los tiempos en que a las cortinas – a quién las tenía - solo las cambiaba de color el sol; en que las tazas partidas las revivía el Colinón; en que las medias suelas de los zapatos eran recambiables ad infinitum; en que a los muebles que perdían una pata se le ponían tacos de madera; en que a los puntos de las medias se ensalivaban antes de “recogerlos”; en que los dobladillos de los pantalones tenían mil vidas; en que las mantas apolilladas se apuraban sobre almohadones raídos por el uso; en que existían chaquetas de vuelta y vuelta; en que el arte de la aguja obraba magia, como hacer desaparecer bolsillos de izquierda a derecha; o hacer el milagro de que los ojales y botones nos hicieran ambidiestros… o tantas y tantas otras cosas y casos.

Escribe Leyla Guerrero en una de sus columnas: “llorábamos un duelo corto, pragmático, soltero, cada uno por su cuenta, y después le rezábamos al pequeño dios de las composturas, que sabía como arreglar las cosas”… Efectivamente, tras ese pequeño duelo en solitario por la rotura (lo de soltero viene de solo) nos encomendábamos al dios doméstico de los lares romanos; porque siempre había uno que acudía con un zurcido, una cola, unas púas, un algo con el que aviar cualquier descompuesto. Y nos bendecía con el reconfortante consuelo de la recuperación de su uso. De esa forma, los largos de las faldas y pantalones volvían a recuperarse en sus justas necesidades; las ropas siempre eran las mismas, recompuestas docenas de veces, para luego readaptarse a otros cuerpos que venían detrás; las cunas se heredaban por generaciones, como los plumieres u otros utensilios personales; los lápices duraban hasta que escapaban de los dedos, y las gomas de borrar hasta que las uñas rasgaban el papel; se devolvía el lustre al calzado con una milagrosa tintura; y se decía con orgullo que aquella plancha – de carbón, a veces – tenía un cuarto de siglo; o que aquella herramienta ya la usaba el abuelo… No digamos los muebles, que venían de los “tataras…” y eran una mezcolanza de antiguos daguerrotipos.

Era una época en que se iba al trabajo con fiambreras, para no gastar en la tasca; y en que se escapaba de lo perecedero porque se obraba el milagro de la resurrección. Y se abrazaba y reverenciaba la duración. Un tiempo en que las cosas se impregnaban de nuestras almas, o de nuestros espíritus, o de nuestros usos y vivencias, de nosotros mismos, por el tiempo, quizá, que convivíamos juntos y nos usábamos mutuamente… Pero ya digo, no lo sé si era motivado por el apego o por la poca disponibilidad que había para renovarlos. La querencia a las cosas quizá se debiera más a la escasez que a la largueza de los bolsillos… pues hasta existían huchas donde desaparecían por su ranura los céntimos ahorrados con que alimentar muy escasos caprichos…

Los más jóvenes que me lean, si me leen, creerán que viví en La Casa de la Pradera… Pero no hace tanto. La sociedad que describo aún no ha cumplido un puñetero siglo. En tan corto espacio de tiempo nos hemos convertido en una especie total y absolutamente opuesta a lo que fuimos. Gastamos, derrochamos y consumimos, presos de una fiebre que nos impulsa a llenar el mundo de basuras y deshechos, como si el planeta que habitamos tuviera la capacidad de tener que tragarse toda nuestra mierda, con perdón… Hemos llegado a un límite tal, que, ya no recomponemos, ni reutilizamos, ni nada de nada, si no que adquirimos hasta lo que no necesitamos, y malgastamos nuestros medios de vida compulsivamente en un torbellino de usar y tirar, tirar y usar, incluso sin utilizar, que nos está llevando a una escasez y carestía sin precedentes y a un ruinoso cambio climático.

Estamos de acuerdo que estamos siendo sometidos a un sistema que ha basado su desarrollo económico en eso mismo: en la producción masiva de bienes destinada al consumo masivo de los mismos. Sea de comida, de ropa, de complementos, de artilugios, o de cacharrería infinita, es igual. El caso es que hemos hecho un mantra del vivir para consumir… Vale, pero es que ese sistema lo ha montado una pequeña parte de nosotros mismos para vivir opulentamente de, y a costa de, la gran parte de esos nosotros mismos, que les bailamos el agua como auténticos gilipollas (perdónenme…).

Y que, en definitiva, somos los que vamos a pagar el pato y todos los platos rotos de nuestra flamante y flipante existencia… Porque ya no vamos a poder hacer lo que ahora acostumbramos, que es comprarnos una cristalería nueva cuando se nos rompe un vaso. No, ya no, pues la tierra ya no tiene loza de qué fabricarla, ni nosotros dinero con qué financiarla. La hemos esquilmado tanto, y nos hemos esquilmado y derrochado tanto también a nosotros mismos, con nuestros desprecios y nuestros despojos, que ya no tiene capacidad de respuesta para tanto desatino.

En un futuro, ya llamando a nuestras puertas, tendremos que volver a adoptar aquellas prácticas que he recordado al principio de este corto artículo… Y esta vez habrá de hacerse a la puñetera fuerza, nos guste o no… Y nos habremos obligado a nosotros mismos, por traernos a estos nefastos efectos de tan infaustas causas. Así que mejor empecemos a practicar de nuevo lo viejo. Más nos vale.

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ www.escriburgo.com miguel@galindofi.com

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