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Foto del escritorMiguel Galindo Sánchez

NI YO ME ENTIENDO



Dicen que una de las más altas y desarrolladas funciones mentales es el autoreconocimiento. Esto es, ponerse delante de un espejo y decirse a sí mismo: “éste soy yo”, y no otro… O sea, la autoconsciencia… Un talento, por supuesto, tradicionalmente reservado a los seres humanos. Faltaría más. Y no quiero decir que no sea una de las más importantes facultades, entiéndanme. Pero, como el hombre se abroga ser el centro del universo (fíjense que para hacer a Dios a su imagen y semejanza se hinchó de decir que Dios nos hizo a imagen y semejanza suya), al final, el tiempo, que es la divina plastilina termina por ir relajándole sus pretensiones y apearlo de sus posiciones…

Pronto tuvimos que compartir el galardón de ser consciente de sí mismo con los monos y con los delfines. Con los primeros, es natural, son primates, o sea, primos nuestros, y primos hermanos además; pero con los segundos, fue como recibir un golpe en todo el ego… Se había observado que los perros, por ejemplo, al verse observada su figura en el espejo se ladraban a sí mismos por considerar estar frente a otro ejemplar de su misma especie. Pero que un pez comparta la facultad humana de reconocerse a sí mismo, era ya un poco indigesta la cosa.

Así que aquí vana otro par de directos al hígado: En 2.006, tres científicos demostraron en New York que los elefantes también saben que son ellos los reflejados, y no otros colegas. A uno del zoo del Bronx le pintaron un aspa blanca encima de una ceja. Lo primero que hizo el animal fue mirar detrás del espejo, como para cerciorarse que no había truco, luego hizo dos o tres movimientos de ensayo para comprobar que el reflejo lo imitaba, y al final, con la trompa, intentó repetidamente borrarse la cruz blanca… no en el espejo, si no en su propio cuerpo… Los paquidermos más evolucionados pues, también tienen consciencia de sí mismos. Y van ya…

Después, un neurocientífico, Oscar Sütürkum, de la Universidad de Buhr Bochum, en Alemania, realizó un experimento con un ave: una urraca a la que llamaba Gerti… Le puso un trozo pequeño de post-it amarillo bajo el pico, en la garganta, donde el pájaro le era imposible vérselo, y la colocó delante de un espejo. La urraca miró el espejo e, inmediatamente, intentó quitarse el color extraño rascándose con una pata y restregándose contra el suelo. Una vez consiguió desprenderse el papel, volvió a mirarse al espejo para cerciorarse que ya no lo llevaba… Ítem más, también las aves, las de la familia de los córvidos al menos, pertenecen al selecto club de seres vivientes autoconscientes que son propietarios de un “yo” al que reconocen de cierta forma.

En el siglo XIX se instaló la creencia de que estos animales, las aves, tenían el cerebro muy pequeño, comparado con el del ser humano, por lo que no podían desarrollar ciertas facultades de autoreconocimiento… Pero la ciencia de la investigación tiene malas bromas, y pronto descubrió que sí, que bueno, que vale, pero que la densidad celular, y por lo tanto neuronal, de los pájaros, es mucho mayor que la nuestra, lo cual compensa sobradamente la diferencia de tamaños…

Lo que intento dar a entender es que podemos ser la especie más evolucionada del cotarro, los más chulos del baile y del barrio, pero eso no nos convierte en únicos, dentro de lo que se ha venido en llamar “la Creación”… Somos el extremo más “elaborado” de lo que existe, pero no lo mejor. Ni mucho menos lo primero ni lo último de nada. De hecho, todos, aves, mamíferos, peces, hombres, venimos de un lagarto primitivo (pez con patas), un reptil tras ser anfibio… Por algo, dentro de nuestro córtex cerebral, existe una zona arcáica a la que se le llama “cerebro reptiliano”. Eso quiere decir que todo ser vivo conserva en su esencia lo que hemos desarrollado en potencia. Que no es poco, pero que no es nada más que eso…

En realidad, el hombre, la mujer (le damos más importancia al género que el ser humano) es el resultado de un largo período evolutivo. Ni bueno ni malo. Ni mejor ni peor. Un resultado donde ese “conocimiento de sí mismo” está desarrollado a la máxima, por ahora, capacidad. Es el antiguo “yo soy el que (o lo que), o quien, soy” del monte Moira. El “yo soy yo” (y no ningún otro) llevado desde su elementalidad a su complejidad. Por eso, el “espejo, espejito mágico, ¿quién es el más bonito/la más bonita del baile?” es el recurso más viejo y eficaz que ha tenido la humanidad a mano para tratar de descubrirse a sí misma…

…Lo que nos ocurre todavía a los hombres y a las mujeres, es que aún no hemos traspasado el nivel de los peces, los monos, los paquidermos y las aves: solo nos vemos por fuera, no por dentro… Nos reconocemos exteriormente, no interiormente. Nos vemos en un cuerpo, no en alma. Nos miramos, pero no nos vemos; y nos reconocemos, pero no nos conocemos… Estamos en el umbral de romper el espejo y enfrentarnos a nosotros mismos, y eso nos infunde un terror indescriptible. Y nos confunde. Estamos abriendo la caja de Pandora… Por un lado, la ciencia – que no la conciencia – nos está mostrando unos conocimientos (física quántica, por ejemplo) que nos enfrenta a nuestro principio y a nuestro final, y, por otro lado, nos encaramos a las consecuencias de nuestros actos con la imagen de la destrucción.

Es la tesitura en que nos vemos y la circunstancia en la que nos movemos. La que refleja el azogue del espejo, que no el espejo… ¿ustedes me comprenden?... no se preocupen, yo a mí tampoco.

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ

www.escriburgo.com

miguel@galindofi.com

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