(de Catholic.net)
Aquél chiquillo tocaba próximo a un acontecimiento del que no tenía zorra idea de qué iba. Solo sabía que su madre se estaba dejando la vista bordando a destajo porque había que pagar un menudo traje de Caballero de la Orden de Calatrava, con una enorme cruz colorada en el pecho, que él tenía que estrenar, para, tres años después, su hermano volver a calzarlo y ponerle punto final a la historia… Una Primera Comunión envuelta y revuelta de una primera confusión. Era algo así como su primera iniciación, en realidad. Se le iniciaba en un mundo lastrado de miedos, prohibiciones, oscuridades y castigos que marcarían al crío aquel durante un buen y largo tramo de su vida… No recordaba cuándo encontró una fe, que, en realidad, fue una pérdida de su fe primaria y natural; quizá que la más auténtica y única que jamás tuvo.
Antes de estrenar el uso de razón, ese zagal se vió frente a un Dios prohibidor y amenazante, terrible, desde sus nubes de algodón y barbas blancas y largas, con unos ojos de donde salían chispas, un dedo acusador y señalizador, ceñudo, tocado por un triángulo equilátero que cobraba vida propia en su libro de Historia Sagrada, y efectividad en sus trémulos sueños… Una cataquésis reveladora de cielos e infiernos, el primero embobante y el segundo acojonante, hecho de fuego y torturas eternas. Dios está en todo, y te vigilaba desde ese mismo todo, también desde las botas a domar por nuevas; desde los tebeos y los cromos; desde el pan con el terroso chocolate Tárraga; desde las tabas y en las canicas; desde las calles y los recreos en la escuela; en los juegos y los trabajos. No lo entendía como un ente estático, sino mayestático, ajustador de cuentas.
Al chiquillo, que, dado lo aprendido, se dio cuenta que era rematadamente malo, gracias al sentido del pecado al que un ángel sobre su hombro derecho, claro, le administraba, y un demonio sobre su izquierdo, naturalmente, le suministraba, también le fue descubierto que para no condenar su frágil, pero eterna, eso sí, alma, tenía la oportunidad ilimitada de acudir al quiosco de dentro de la Iglesia, llamado confesionario, donde el cura del pueblo, aquel ser asotanado de negro al que todo el mundo parecía guardarle la sombra, se los perdonaba a cambio de soltarle todo el lastre de sus instintos y cumplir una penitencia correctiva adecuada (una especie de entrenamiento contra el mal).
Ese crío pensaba que si su Catecismo Ripalda le decía que Dios estaba vigilante desde todas partes, en los sitios, los pensamientos y las cosas, y era Él el ofendido por sus contínuos y nunca redimidos pecados, no solo ya estaba dado por enterado, sin ninguna clase de intermediario fisgón, sino que valdría disculparse en cualquier lugar y a cualquier hora, en intimidad, sin tener que buscar a su representante en la tierra que no se enteraba si no se lo contabas tú. Y quería consultar esto, y pensó entonces que si se lo callaba, nunca lo sabría, pero si lo decía, podía liar la de Dios es Cristo.
Naturalmente o no, hizo lo segundo, porque indagando se llega a Roma, y se enteró. Y aquel niño supo, poco más o menos, que Dios no habla con la gente, salvo con los curas y los santos, que son santos con permiso de los curas; que qué clase de basura se creía que era él para decirle nada a Dios directamente, que qué barbaridad más grande… Y se le ordenó confesarse de esa misma tamaña atrocidad un día de mayo comulgadero.
Apenas traspasado tan malencarado bautismo a sus temblequeantes primeros siete años, hubo de afrontar una especie de Confirmación de todo lo dicho, aún sin entender bien quién ni porqué lo dijo, ni para qué (mas esto lo contaré en otra ocasión)… Pero el único confirmando, o así le parecía, era qué su único interés por aquél entonces se centraba en los nidos de tutubías que apadrinaba en los pinos de La Cerca, en sus apenas alzada de tercio de talla sobre el suelo. Y otra cosa que le preocupaba era, nada más y nada menos, que lo del Mundo, el Diablo y la Carne.
El Mundo era todo lo que existía y lo rodeaba por todas partes. Desde La Concha a Las Salinas. Incluso si huyese de tan maligna mundalidad, nunca, jamás, lograría salir de tal mundo. Otra cosa a no entender – se decía a sí mismo – era que ese Dios que lo cuestionaba y le pedía cuentas constantemente, lo naciera precisamente en un mundo hostil en las que tenía todas las de perder y que ya se le señalaba como enemigo del alma, a la que, esa era otra, aún no había dado con ella… Si Dios ha hecho, y está, en el mundo, ¿cómo es posible que nos lo ponga como perdición?.. ¡menuda castaña!..
El Demonio era de mucho cuidado. Un ser al que le entregaba Dios, de noche y de día pegado a él, alerta en su conciencia aún sin consciencia, y pendiente solo de perderte para, cuando la espichara, llevárselo como combustible del Infierno… Le decían que Satanás, o Lucifer, fue un ángel que se volvió diablo, como él mismo igual podría volverse, pero que ningún demonio podía volver a ser ángel. “Estoy más perdido que Carracuca”, se decía el zagalico a decir de su abuela: si un bueno se puede volver malo, pero al revés no funciona la cosa, y eso en un ángel, pues en mí, que soy cuatro palmos de mierda… barruntaba.
La Carne no se explicaba muy bien, ni tampoco quería explicársela… En principio empezó a mirar raro el plato cuando tocaba pollo. Luego, un amigo de los mayores, le dio a entender que no era esa carne, sino la de uno mismo y la ajena, pero tampoco se imaginaba mordiendo ni mordiéndose… Así que se mantuvo atento a la jugada antes de preguntar a nadie que podría mandarlo, otra vez (y ya iban…) al sombrío quiosco del confesionario. Hasta que su propia naturaleza le descubrió cuán apetecible era la chicha ajena cuando le culebreaba la sangre al ver a las criaturas contrarias, de incipientes atributos que ya no miraban con inocencia, aún sin saber tampoco qué era la puñetera inocencia.
Aquél zagal se hizo zagalón, y supo un copón… Pero lo aprendió mal, torcido. De hecho, tuvo que desaprenderlo y aprenderlo todo de nuevo varias veces, e incluso puede que le quedara algún rasguñoso trauma que otro de sus refriegas, ya insalvables aunque disimulables, y con suerte, superables… Es la marca/lacra de la casa que portamos muchas generaciones en un tiempo sin tiempo; de una época opaca; en una edad sin salida, casi sin esperanza…
Cuento la historia de aquél chiquillo por si alguien se reconoce en ella, y le sirve de algo este cuento que no es ningún cuento… aunque solo sea para exorcisarnos. Yo me he tropezado con él de vez en cuando, a lo largo de mi vida, y nos hemos reconocido el uno al otro, y nos hemos sonreído al cruzarnos, pero, al final, cada cual se ha ido por su camino, aún siendo el mismo camino.
Miguel Galindo Sánchez / info@escriburgo.com / www.escriburgo.com
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