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Foto del escritorMiguel Galindo Sánchez

LA FÍN "DER" MUNDO



(de 123RF)


Alguien me preguntó recientemente qué entendía yo por “el fín del mundo”… La verdad, es que creo recordar que hace bastante tiempo, en alguno de mis programas radiofónicos, se me instó a que me extendiera sobre el mismo tema, y de allí salió un articulico con tal o parecido título. Lo digo más que nada por si algún alguien no tiene pereza en buscarlo en mi web, o por esos mundos de Dios – que están que se acaban – o por esos archivos akáshicos de Deva – que puede que también – o por alguna nube de Internet, que es el cielinfierno a donde va a parar todo…


Pero bueno, en fin, por mucho tiempo que haga, no creo que haya variado gran cosa en mi opinión personal sobre el tema, si acaso algún leve matiz… El Fin del Mundo ha sido siempre un arcano a lomos del Apocalipsis, conducido por la pluma de un esotérico San Juan. Y como tal sabiduría antigua, aceptada, adoptada y adaptada por las religiones del mundo a sus ideologías e intereses. Ni siquiera nuestra católica (que no cristiana, repito una vez más) se ha resistido a llevar el agua a su molino, y la interpretación a sus querencias y apetencias.


Yo siempre he creído que el llamado Fin del Mundo es más bien el fin de un ciclo y el comienzo de otro. El final de unos tiempos, si así les viene mejor, para empezar otros nuevos. Una etapa que acaba, y otra que se inicia. El mundo como concepto puede abarcar todo el universo material, toda creación, se entienda lo que se entienda por ello. Pero algo así como un sonado cataclismo, dado que ese Apocalipsis de referencia está trufado de las más ricas metáforas que ilustran nuestra imaginación, es otra cosa.


Mi creencia, con el permiso de ustedes, es más modesta en cuanto a espectacularidad y trompeteo, ya saben, pero no menos importante en su causalidad… Porque son los efectos, en definitiva, de unas causas. Unas causas provocadas por el propio comportamiento humano en la co-regencia del propio mundo… Sí, no alucino, he dicho co-regencia, porque este planeta, esta tierra, este universo o esta creación, fue entregada al ser humano para su conocimiento, dirección y cuidado junto con el Hacedor (traduzcan por hacedores) del tal invento. Y nosotros, los hombres, como tal género humano, hemos abusado, destrozado y esquilmado cuanta naturaleza han depositado en nuestras zarpas. Y eso, como es lógico, tiene unas consecuencias, y no bonicas precisamente.


Por otro lado, todo ese universo (unum versum, una palabra) en el que vamos implícitos, se mueve y se renueva en base a su propio movimiento entrópico. Esa misma entropía, que los que me siguen se habrán hartado de leerme en muchos de mis ya cansinos artículos. Es la primera Ley de la Termodinámica, física pura y dura, coincidente por lo demás, palabra a palabra, con la definición de Dios que hacía aquel Catecismo Ripalda de mis tiempos de crianza. Casualidad de casualidades.


Pues bien, llegados a este punto, nos encontramos que ese principio de la energía es el factor que hace que ese universo, ese mundo, todas esas naturalezas que van a la chepa del mismo, incluso el factor tiempo que lo modela y (no que lo abarca) si no en el que se abarca, sea cíclico… Por eso, desde que el mundo es mundo, todo, absolutamente todo, hasta la misma Historia si se tercia, es cíclica, si bien que gradual en condiciones normales, sea cual fuera la normalidad. Quiero decir que otra cosa son las catástrofes, aunque las llamemos naturales, pero cuyo origen lo tenga en el epicentro de las actividades humanas. Esa misma naturaleza – visto lo visto, más sabia que nosotros en sus acciones y manifestaciones – es la que aprovecha sus propios ciclos para evolucionar.


Hasta aquí, digamos que es lo normal. La variación que experimenta el invento creacional es que, con la incorporación del elemento humano, la cosa se complica, porque ese factor hombre/mujer está dotado, no solo de conocimiento y sentido de sí mismo, sino que también del llamado “Libre Albedrío”; y ese ser, ese experimento, tiene la capacidad de evolucionar o de involucionar, y aquí puede chocar con unas fuerzas naturales que solo están diseñadas para la evolución… El hombre es, pues, un elemento coordinador o distorsionador, impulsor o detractor, funcional o disfuncional, accionario o reaccionario, añadido, que influye para bien o para mal en todo. La naturaleza coopera y colabora en lo primero, pero hace frente y se rebela, se opone y se desmanda, en lo segundo.


No hay que ser muy espabilados para darse cuenta que lo hemos hecho al revés. Hemos agotado sus recursos, la hemos envenenado y esquilmado, hemos abusado de ella con nuestra ciencia pero sin nuestra conciencia; y hay que ser muy estúpidos para no ver las señales “apocalípticas” que estamos recibiendo de la misma… Si nos empecinamos en no querer verlas, y en seguir el camino trazado por la imagen de dejar “que los muertos entierren a sus muertos”, según la cita evangélica, nos veremos compelidos, en nuestro caso humano, claro, a “salvarnos” o a “condenarnos”, si no somos capaces, porque no queremos serlo, de prepararnos para un cambio de ciclo inminente, a un estatus de vibración superior y natural, para el que no estaremos preparados.


Mi olfato de perro viejo – y ojalá y me equivoque – me dice que el tiempo se agota (ya ha cambiado la rotación del eje central del planeta) y que la irreversibilidad es ya su etiqueta inamovible, marcada incluso por la propia Onu… La responsabilidad fue nuestra, es nuestra, y seguirá siendo exclusivamente nuestra. Existen las pocas voces que claman en el desierto, y las múltiples de vampiros que se alimentan de nuestro consumo, nuestra energía dilapidaria, nuestro egoísmo y nuestro hedonismo, y nuestra fatal ignorancia… Pues nosotros mismos.


Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com

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