La semana de las heladas que las televisiones y medios de este país se encargaron de inocular por sangre, tierra, mar y aire, a todo habitante del mismo, si otra cosa no (hartazgo y aburrimiento, como siempre), sí que tuvo la virtud de retrotraerme, como si me introdujeran por un túnel del tiempo, al recuerdo de mi más antiguo conocimiento del elemento. A mi “edad del hielo”, cientos de años atrás… Lo que ahora exponen en el círculo mediático de los desinformativos por exceso, destacando el gran formato, en mi época de crío a medio criar era “tan normal como el cagal”, con perdón, Incluso por estas latitudes de aquí…
Todos los inviernos, sin fallo alguno, incluso con las prisas de los otoños, invariablemente, llegaban las mañanas en que salías de casa y te encontrabas el hielo esperándote en cañerías, goterones, canales y charcos. Charcos que se ofrecían, virginales, a ser pisados en todo el largo camino hacia la escuela… Crak, crak, la sensación – poderosa – de romper con tus pies el estado sólido de lo que fue líquido, era muy superior a meterse en los barrizales, aunque el final fuese el mismo: llegar calados hasta las rodillas y exponerte a un resfriado de anginas y muy señor mío. Pero el encanto y el atractivo que ofrecía aquel hielo, primordial, prístino y primigenio, era absolutamente irresistible. Como un milagro. En las noches de cisco y brasero, mi hermano y yo dejábamos en el patio un cacharro con agua, que, en la tempranía del siguiente día, magia potagia, se había convertido en duro hielo…
Incluso en los tórridos veranos (tórridos pero cortos), el hielo era fundamental en nuestras vidas… Sí, a los jóvenes les diré que, al igual que existió un mundo sin móviles, los de mi edad vivimos un mundo sin frigoríficos… y, bueno, sin electrodoméstico alguno. Era hielo fabricado en bruto, en barras de metro por 25 cms., aproximadamente, el que aliviaba la calidez de la gaseosa o el vino minero y barrilero; el que refrescaba el melón y los higos de chumbera; el que conservaba los alimentos, debidamente picado en barguëños que contenían todo… Al volver la esquina de mi calle trasera de verano, había una escasa expendeduría de hielo, barras protegidas por arpillera de saco que, hábilmente, se manejaban con un garfio de hierro, y que se vendían por medias, por cuartas o enteras, al cambio de unas pocas pesetas.
Al par de días de haber escrito este artículo, le leo al excelente J.J. Millás uno con las mismas remembranzas, si bien distintas aunque por el mismo motivo: el hielo del que tan se ha estado hablando, y el de nuestra infancia. Es posible que sea una casualidad, aunque yo soy más de causalidades, ya lo saben ustedes. Una coincidencia… Tampoco resulta eso tan raro. Yo estoy seguro que, a los de nuestra generación, a casi todos nos ha provocado reminiscencias de esa… nuestra edad del hielo. Si algunos nos dedicamos a escribir cuanto se nos ocurre (es como el que lleva un Diario, si es que aún se llevan) no resulta extraño que, al menos un par de nosotros, coincidamos en sacarlo. A lo de coincidir en el tiempo se le llama sincronicidad.
Nunca me caí por resbalón, ni me rompí un brazo, o una pierna, ni di con mi culo en el suelo. O, al menos, no lo recuerdo… O cosa de la edad, o que la imprudencia infantil suele vestir armadura. Tampoco había dónde acudir o sitio del que te acudieran… Hoy, me entero por la prensa que las fracturas de huesos y las caderas rotas le han disputado al Cóvid el colapso de las urgencias en los hospitales afectados en esa “zona de guerra” en que se convirtió a Madrid, donde se han dado las tan cacareadas heladas de comienzos de este 2021…
Prefiero el cabestrillo a un puto virus coronado. Hemos sido azotados (los males, dicen que no vienen solos) por un furioso temporal de nieves, luego hecha hielo, aliado con una pandemia que se cobra en muertos nuestras irresponsabilidades… A veces, resulta un alivio escuchar al trompetero o trompetera de turno relatar, por enésima vez en un telediario, los dos palmos de nieve acumulados en el vecindario tal o en el barrio cual… El refrescar las machaconas cifras del coronavirus diarias desde hace un año, hasta se agradece. Aunque sea esporádico. Es como si la misma desgracia te liberara, aun momentáneamente, de otra desgracia, que, al menos, te rompe la malsana monotonía.
…Aunque algunos también se rompan la crisma. Pero, como dice Millás, resistimos atónitos ante el milagro de la conversión del agua en vino… digo, en hielo.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ / El Mirador / www.escriburgo.com / viernes 10,30 h. http://www.radiotorrepacheco.es/radioonline.php
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