Desde que me jubilé hasta hoy han pasado once años largos, de los cuales, el grueso de ellos, ocho o nueve, los he vivido en el casco urbano del pueblo, y el resto trasladé mi residencia al campo, al ambiente rural, más sereno y tranquilo, y natural… Al final tuve a los avatares de mi lado (loados sean), que convencieron, de algún modo subliminal, o por ciencia infusa, a mi mujer, que se negaba por activa y por pasiva, y por peripatética y por circunfleja, a vivir aquí.
Si digo que no he notado el cambio, mentiría. Si afirmo que existe diferencia en la calidad de vida, puede que mienta también… A ver si me explico, pues no es una contradicción: cuando digo lo primero, digo verdad porque lo que yo siento es cierto en mi caso, no una invención; y cuando aseguro lo segundo, estoy exponiéndolo desde mi punto de vista personal, pues otros habrá que me contradigan en tal afirmación. Por otro lado, esas diferencias suelen ser subjetivas en cuanto comparativamente de una a otra persona.
Pero claro que he experimentado un cambio, objetivo, concreto y específico, al menos en mí mismo, por supuesto, ya que vengo de una vorágine en que me sobraba agenda y me faltaba tiempo, y es que ahora el ritmo de vida ha bajado. La vibración existencial se ha reducido, es más tranquila, menos… digamos taquicárdica, y perdonen el palabro. La distancia es corta, pero el ambiente es largo, apacible y sosegado. Poco a poco, lentamente, casi sin darse uno cuenta, se va dejando uno llevar, no sé si sabré explicarme… Pero, si no fuera por la edad que arrastro, o que me arrastra, diría que me envuelve la sensación de que el tiempo se ha frenado un poco, y me abraza, dentro, claro está, de la prisa con que el final llama a mis días…
…Pero se ha ralentizado y relativizado. Por decirlo de algún modo, antes SABÍA que el tiempo corría, y ahora SIENTO que el tiempo pasa. Lo suficiente deprisa como para “anotarlo”, y lo suficiente despacio como para “notarlo”. Ayer el reloj no marcaba las horas, y hoy sí que las marca… En pocas palabras: me doy más cuenta de lo que antes no me daba. Ustedes que me leen y me siguen dirán que bueno, que vale, que de acuerdo, pero que, aparte la tabarra de hoy, eso es una predisposición del ánimo, pero no del lugar. Puede ser, pero contéstenme, ¿qué es lo que predispone el ánimo, entre otras cosas?..
Lo que intento compartir con todos ustedes, es que ahora me gusta llamar al viento que me azota, o me acaricia la cara, por su nombre, pues los conozco mejor: hola, Levante, ¿qué tal hoy?.. Muy buenas, Poniente, vienes fresco y potente… O que me siento a leer fuera y noto que se me ha acrecentado la facultad de, al mismo tiempo – hablando de tiempo – poder oír la discusión de trinos entre un par de tordos sin perder el hilo de la lectura…
Los avisados me harán notar: pero si te estás quedando sordo, joer, ¿qué c… estás diciendo?.. Y es verdad, pero no me pregunten cómo ni por qué. O me pongo a escribir esto mismo y noto que, aún atendiendo a los limones del árbol más longevo durante unos segundos que parecen minutos, o al revés, aún profundizo más en el tema que estoy destilando, en vez de perderme en la distracción. Igual se nota cuando los días alargan, o se acortan, con una mayor claridad y precisión, que casi siento cambiar el solsticio y el equinoccio. La luz y la oscuridad te vienen directamente del cielo, sin otros intermediarios que el sol o la luna. Las nubes se dejan ver sin disimulos, y te cuentan lo que saben si quieres escucharlas…
Hoy pueden achacarme, y con razón, que me ha dado lírica. Pero, no… no es eso del todo. En realidad, lo que me he puesto es cínico… Sí, pero como aquellos griegos, Diógenes, o Antístenes, que fundaron en el siglo IV la escuela cínica, que era como el desarrollo de ciertas “virtudes” como medio para intentar alcanzar cierto grado de felicidad personal, como el despego de las convenciones sociales; la auténtica igualdad entre humanos, sin separación de sexos pero con unión en el género, y no la falsa que nos intentan colar; la renuncia al hedonismo; la desconfianza en los sistemas políticos, precisamente por (su y nuestra) corrupción política; el distanciamiento con todo lo que suponía interés a los halagos, por falsos; y un etcétera más largo que el Orient Express.
No es que defienda – tampoco los ataco – a aquellos viejos y antiguos cínicos, no, pero me he dado cuenta, así, a lo tonto, que empiezo a identificarme con bastantes de sus teorías… Quizá ya lo hacía antes, pero no me dejaba a mí mismo abrazarlas, ya saben: había que comer y ganarse el sustento con un trabajo dentro del engranaje de la hipocresía, lo cual, al final, te demuestra que pusiste tu confianza en la vana esperanza de que no todo fuesen mentiras… Por eso mismo es bueno reconocerlo y darse uno cuenta antes de espicharla y dejarla (la jodida vida). ¿Me comprenden?… Pues eso.
Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com
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