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Foto del escritorMiguel Galindo Sánchez

EL PAN


(de Okidiario)


Escribe Manuel Vicent que “los pobres llaman hambre a lo que los ricos llaman a. apetito”, y es que no es lo mismo las tripas que el estómago. Antes que se inventara la cocina ya existía la comida… Quiero decir que mientras que hoy solo se valora la Nouvel Couisine, o la deconstrucción de esto y el maridaje de lo otro; cuando ahora “montar un plato” supone una especie de exhibición figurativa hecha con inspiración de artista; cuando no existe un jodido programa en los medios, ni uno solo, que no toque la gastronomía divulgativa de aquí, de allá o de San Serenín del Monte, hace cuatro días con pasado mañana que el comer era una necesidad, luego un placer, pero no un arte.


No es raro que en las sobremesas de hoy, los de mi generación hagan alguna referencia al hambre – llamémosle, si no, necesidad – de posguerra, y salten los casi inevitables comentarios de “ya que hubiéramos pillado entonces lo que hoy tanto se desprecia”, y añadidos tópicos y típicos por el estilo. Eran los tiempos del personaje del TBO, Carpanta, que soñaba con pollos asados, pero no hormonados… Entonces los españoles se dividían en dos: unos muchos que se iban a la cama con la barriga con telarañas, y unos pocos de barriga con bicarbonato. Por eso que no es de extrañar que el pan, para los de aquella época, esté considerado como el alimento básico, único e imprescindible, como el maná, dentro de nuestros entresijos. Era el pan (no siempre nuestro de cada día) el que, si se caía un trozo al suelo, se recogía con unción y se besaba con devoción, y el que, cuando algún menesteroso llamaba a la puerta con la triste cantata de “una limosna por el amor de Dios”, le arrimábamos un cacho si no teníamos a mano unas “perras gordas” sueltas por los remendados bolsillos.


La caridad era liviana y los pobres eran muchos… pero, eso sí, el pan era pan. Poco, el justo, pero pan, no como el de hoy, bastante malo y chicloso, y correoso al llegar la noche. Incluso aquel salvado y cebada, que entonces se lo arrimaban a los cochinos y a las gallinas que, con suerte, redondeaba a veces nuestra dieta, hoy se les considera una especie de joyería para paladares exquisitos en las boutiques del pan… Pero un trozo de pan con algo, sea lo que fuere ese algo, o sin algo, siempre había para la merienda o alguna otra necesidad o tapagujeros. Por eso era sagrado, mientras hoy es despreciado. A pesar de su peso en oro por la guerra de Ucrania y las harinas con permiso de la madre Rusia. El día que desaparezcamos los de la condición de guerra y posguerra, los panaderos habrán de hacer virguerías para seguir vendiéndolo.


Pero mientras tanto, a los de entonces y a nuestros ancestros más próximos, se nos había metido en el córtex cerebral que el sacrosanto y necesario pan era el mismísimo cuerpo de Cristo… La Iglesia se había encargado de inocularlo en vena y espíritu, con etiqueta de dogma, no como una metáfora, si no al pie de la letra y de la palabra… Y el cuerpo (y la sangre, pero menos por ser vino) de aquél Cristo había que asumirlo en nuestra corta y escasa razón a la edad de siete años. Sí o sí. Por escueta obligación politicosocial de más estricto manual.


Y ponte con esos añicos a dilucidar al catecísmico Jesucristo aquél con una extraña Primera Comunión en base a su cuerpo, que era, se nos decía, un pan como una hostia…A mí, como a muchos otros, se nos quedó el sabor al huérfano chocolate con bollos (todo un lujo, por cierto) en nuestro día sacramental, “el más feliz de mi vida” como rezaba en los recordatorios que se entregaban a cambio del correspondiente y pertinente óbolo con el que cubrir el dispendio, porque el otro, el del pan nuestro, el de cada día, crujiente y caliente si lo pillabas, al dente, se tenía que ganar con el sudor de la frente de la gente. De todas las gentes y en todos los frentes.


Hace mucho tiempo, tanto que ya ni me acuerdo cuando pasé de la trombósis a la simbiósis, que tomé conciencia de que comer y leer son dos formas de alimentarse, y también de sobrevivir… Porque, si es verdad que aquél Mesías dijo lo del “tomad y comed (el pan) que éste es mi cuerpo”, no es menos cierto que también dijo aquello de que “no solo de pan vive el hombre”. Y es que, en los tiempos de escasez e incultura, como los de entonces, el hambre bien podía confundir los términos, y la miseria los conceptos; pero en tiempos de “sobranza” e incultura, como los de hoy, la ignorancia sigue siendo nuestro pan de cada día, y sigue confundiendo términos y conceptos, y despreciando el conocimiento.


Y a mí ya solo me queda el hambre de eso mismo: de conocimiento, un hambre saciable e insaciable, de la que el pan ha desaparecido, si bien más como símbolo que como costumbre. Ya no es el pan que complementaba aquellos higos, secos o chumbos, aquellos dátiles del tío Pencho, el huertano, o de aquellas garrofas del tío Cananeo, de nuestras correrías de garduños jóvenes. Entonces las hazañas de nuestros héroes estaban hechas de la misma sustancia que el pan que comíamos cada día. Hoy eso ya no me satisface… gracias a Dios.


Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com

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