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Foto del escritorMiguel Galindo Sánchez

EL BUEN YANTAR




Dicen que el arte del buen comer reside en hacerlo despacio. Que es la base de la salud y del bienestar general del organismo. E incluso aseguran – no sin cierta lógica – que previene la obesidad… Yo, lo confieso, nunca, jamás, he conseguido hacerlo como Dios y las buenas costumbres mandan. Siempre, desde crío, en mi casa se han andado con prisas; nos sentábamos a la mesa porque había que hacerlo llegada la hora, no porque nos complacía hacerlo; lo realizábamos como un medio, y no como un fin, mucho menos como un modo, que parece que es como debe ser… Luego, de joven, menos todavía, pues era un tragalopavo más que una filosofía. Y después, de adulto, me he llevado a la mesa los problemas (un absoluto y auténtico error), o he proliferado, obligado por mis estúpidos cargos y responsabilidades, las llamadas “comidas de trabajo”. Esto es ya lo peor que se puede hacer: convertir la comida en veneno. De hecho, siempre he padecido de dolencias estomacales, pero tengo la suerte de no haber desarrollado úlcera ni algo peor, pues toda mi vida lo he hecho al revés. Lo contrario a lo que y cómo debía.

Ahora, aunque más sosegado, ya me es imposible hacer las cosas bien y al derecho. Como y me levanto de la mesa rápido porque lo tomo como un deber hacia el organismo, y no como un placer… Naturalmente, a veces intento seguir ciertos consejos que leo o escucho por allá o por acullá, pero no logro conseguirlo… Por ejemplo: se dice que uno de los trucos es pensar, con cada alimento que uno ingiere, en su origen, su método de plantación y cuidado, sus riegos, el personal que los cosecha, su manipulación y distribución en los mercados, su guisado doméstico, hasta verlo servido en el plato… Si es carne o pescado, sobre el animal que la provee, su crianza y tal, el sistema seguido hasta su llevada a la boca. Dicen que eso permite alargar y relajar tu tiempo lo suficiente como para estimar y agradecer cada bocado, a la vez que tragas menos y te sienta mejor lo que comes.

No seré yo quien niegue tales virtudes, ni mucho menos. Lo que pasa es que solo consigo que se me enfríe el guisado o que no pueda pasarlo por las tragaderas, y al final es peor el remedio que la enfermedad, pues me pongo a pensar en ese trozo de carne cuando era choto, o en las intervenciones químicas que ha llevado la fruta, o las verduras, antes de llegar a la mesa, y se me quita el poco apetito que pueda tener. U otras cosas peores… Entonces puedo llegar a entender que la clave esté en ralentizar el proceso de ingerir el alimento mediante otras distracciones mentales ajenas al propio pensamiento dirigido, pero para eso debe asistir uno a clases de bien comer en una academia especializada, o sentar a un pobre a tu mesa – como en aquellas viejunas e hipócritas campañas navideñas – pero que el acompañante no sea pobre de espíritu, si no un intelectual avezado en lo que se persigue, que es retirar la atención de tu alpiste y fijar tu interés en una conversación placentera… Por cierto, me enteré en un Telediario que existe un portal en internet de gente de toda edad, sexo y condición en cualquier parte, que se alquila por horas para hacer compañía y conversar. Puede ser una solución, pero saldría caro el menú, salvo que el costo se descontara de su tarifa…

Así que, en lugar de en los alimentos, me pongo a pensar, como método alternativo, en los cubiertos: en su invención, su fabricación, su uso… pero cuando llego a la hostelería, ya fuera del ámbito doméstico, se me revuelven las ripas. Porque pienso en las miles de salivaciones ajenas que esa cuchara, o ese tenedor, habrá soportado su metal antes de llegar a tu boca, a pesar de la cantidad de detergentes y centrifugados, incluso al precio de la electricidad hoy, y se me quita ipso facto el apetito. Guardo la línea en todo caso, pero pago por no comer, y el estómago se me pone boca abajo. Así que tampoco obtengo resultado de la práctica de la meditación digestiva que suelen aconsejar los expertos…

De modo que se me viene al pensamiento que es más natural, e incluso más aparentemente higiénico, una vez bien lavadas, claro, comer uno con sus propias manos, que están anatómicamente dispuestas para agarrar todo tipo de alimentos, y que son un utensilio personal e intransferible, privado y no prestado, mejor que todo lo inventado… Los romanos no eran tontos, y comían sin prisas, sí, por supuesto, recreándose, pero con las manos, y recostados en sus triclíniums que daba gusto, y no les iría muy mal cuando se permitían vaciar sus estómagos con el fin de seguir jamando, echándole horas al asunto… También la cultura árabe, que es sibarita en eso, lo hacen con sus propias manos, igual semitendidos entre cojines y almohadones en sus jaimas… nada como el cus-cus agarrado con la punta de los dedos, y luego, debidamente rechupeteados, como Alá, y estoy seguro que Dios también, mandan.

Por lo tanto, pienso yo, naturalmente, que si de comer despacio se trata, mejor echados que tiesos en una silla, que parece que tenemos un espetón, o apretón, atravesado en el esófago… Al fin y al cabo, o venido más al caso: al fin y a la postre (no sé por qué decir a la postre si es el postre) todos los artilugios inventados, desde la mesa y la silla a las herramientas para comer, son artificiales y artificiosos desde el primero al último, nada naturales. Tan superpuestos como el vestirse de etiqueta para cenar. No sé en qué carajo pega el consomé con la pajarita, ni en qué le cae bien el smoking al estómago. Pues todo lo demás es igual. A lo mejor, quitándole parafernalia a la cosa y añadiéndole los siempre reconocidos, y luego evitados, eructos, resulta mejor y más sano. Y también más agradecido…

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ www.escriburgo.com miguel@galindofi.com

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