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Foto del escritorMiguel Galindo Sánchez

DE CINE...



(de Todocoleccion)


Tan solo tenía que salir de mi casatienda y cruzar la calle: allí tenía el Cine Carthago, más conocido en el pueblo por el Cine de la Feria, el cine de invierno… A cuatro pasos exactos se ubicaba la fábrica de los sueños, donde, en aquellos años oscuros, podíamos vivir vidas ajenas, existencias placenteras, o heroicas; perdernos en aventuras que revivíamos el resto de la semana; suplantar personajes y enrocarnos en situaciones dramáticas, amorosas u odiseicas. Entonces, en los cines se producía lo que en psicología moderna se llama “transferencia”, un recurso vital para librarse de una cotidianidad vigilada y asfixiante… Una válvula de escape tan necesaria como el escaso pan que se comía.


Tan cerca estaba de aquella mágica factoría, que, aún en los fríos inviernos (entonces, lo eran), con las puertas cerradas, bastaba con situarse próximo a las de salida, para oír el lejano eco de las películas que se desarrollaban en su interior, con un sonido débil y apagado, pero reconfortante… En primavera, el cine abría sus ventanas laterales a la calle, como recurso de refrigeración natural, y entonces yo tan solo tenía que trepar a las más próximas a la pantalla, para, encaramado en ellas, agarrado a sus barrotes y mal-enculado a su escasa repisa, entre una visión biselada y una acústica deformada, adivinar, o mejor dicho, imaginar, la historia que dentro se desarrollaba.


Nuestra proximidad a “los del cine” me permitía una cierta relación con su paisanaje: Joaquín, el portero; Paco, el operador; Mingo, el cartelero… que, conforme yo iba creciendo en talla y años, y la escasa disponibilidad de algunos reales en el bolsillo, que, con el paso del tiempo, se convirtieron en pesetas, mi acceso al privilegio de gallinero, primero, y butaca después, fue convirtiéndose en una esplendorosa y lujosa realidad… Incluso, algunas veces, me permitían subir a la cámara de proyección, donde Paco me proveía de recortes de fotogramas, que, por ajustes de la cinta o por los de la censura, se desparramaban por el suelo.


Sobre los míticos sesenta, siendo ya zagal laboral, cuando hasta se permitían poner alguna película entre semana en sesión doble, estaba a mi alcance incorporarme alguna noche, aún a medio proyectar, a aquella bendita evasión. En la sala semivacía, donde muchas veces me encontraba con mi primo Máximo, desmenuzábamos juntos aquellos ratos mágicos en blanco y negro… Habíamos desarrollado la habilidad mental de reconstruir los pasajes asolados por la tijera censora, hasta dándonos cuenta del momento en que se iniciaba, y cómo se desarrollaba, tan triste y patética suplantación.


No resulta extraño entonces que mi película mítica sea “Cinema Paradiso”, y su banda sonora (Ennio Morricone) forme parte de mi subconsciente personal más consciente. Es mi particular regreso a Ítaca… el Ulises que llevo cosido a mis recuerdos y entretelas, y que yo creo – y esto se lo deberé consultar a mi amigo Juan Jiménez, psiquiatra de pro – que ya forma parte intrínseca, y quizá que también condicionante, de mi mentalidad y personalidad. No sé cómo se puede manifestar esto, pero estoy seguro de ello.


Y todo esto, que forma parte y se desarrolla, y actúa, a través y a lo largo de toda existencia humana, más el acumulado de después, y a lo que damos tanta importancia con respecto a su influencia en el resto de nuestras vidas; que nos parece una experiencia única dentro de nuestra existencia y mundo mundial, es, en realidad, la milmillonésima parte de una minucia dentro del orden universal en el que estamos insertos… Aunque lleguemos a ser seres centenarios, supondría cuatro diezmilmillonésimas partes de la existencia humana en el planeta; una siete diezmilmillonésima parte de la vida del cosmos…


Estas cifras tan inconmensurables deberían hacernos meditar sobre nuestras insignificantes vivencias en comparación con la inmensidad e infinitud que nos contiene… y nos sostiene. Como debería hacernos pensar por qué, a pesar de esa matemática brutal, que nos pone en nuestro sitio real descolocándonos del que creemos real; todos los trascendentales Avatares de nuestra antigüedad (Jesucristo es uno de ellos); y nuestra ciencia actual (la Física quántica es la última de ellas), nos sitúa, a pesar de nuestra insignificancia, como “agentes” activos y preponderantes en nuestro limitado medio, y en el desarrollo de toda una eternidad. He aquí la cuestión, he aquí el misterio, he aquí la aparente dicotomía e incongruencia.


Naturalmente… si nos observamos como entidades separadas, individuales y animadas – porque resulta que pensamos y nos pensamos –erramos. Todos los seres tenemos “ánima”, precisamente, que de ahí viene “animales”… El secreto, que no es ningún secreto, es que los humanos incorporamos conciencia, y la conciencia lleva consigo y en sí misma la experiencia y la trascendencia de tal experiencia. La primera lleva a la segunda. Y es esa parte, precisamente, la que trasciende los eones del tiempo… De un tiempo, por cierto, que no existe como tal dentro del organigrama de la eternidad, ni de su concepto. Saquen pues, todos y cada uno de ustedes, sus propias conclusiones.


Es posible, estoy seguro de ello, que van a decirme que me he montado una película de ciencia-ficción, tipo Asimov… Sin embargo, no es así. Puede que hasta se tome como reality-show, si quieren, pero no tiene nada de fantasía. Aquí la única trama que existe nos la montamos nosotros mismos huyendo de la realidad y negándonos a la verdad. Ni queremos saber, ni queremos encontrarla, por lo tanto tampoco buscarla. Pero no pasa nada, porque, tarde o temprano, al final, es ella la que nos encuentra a nosotros. Mientras tanto, así nos va: de cine… pero de miedo.


Miguel Galindo Sánchez / miguel@galindofi.com / www.escriburgo.com

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