Con lo de la erupción del volcán de La Palma y sus nueve bocas escupiendo lava, la ministra de turismo, Reyes Maroto, tuvo el rapto de sinceridad de los ganapanes, que, en política, puede resultar una necedad más. En vez de considerar la erupción desde el punto de vista de la catástrofe, que es lo que tocaba, le dio lírica, y lo consideró desde el punto de vista de la belleza que brinda todo espectáculo de la naturaleza… Y afirmó que podría ser bueno hasta para atraer esa misma clase de turistas, como ya ocurre con el Eyjafjalla de Islandia; o el Cotopaxi del Ecuador; o el Popocatépek de México… Claro, su desliz fue inmediatamente aprovechado (para eso están) por la oposición, para apuntar sus lanzallamas, y, por supuesto, los afectados, que la acusaron de insensible maldad por no respetar su duelo.
Porque los que se han quedado sin su casa, achicharrada por el fuego y tragada por mangas de lava, no les hace mucha gracia tales comentarios. Es lógico. No existe ninguna gracia en la desgracia… Y es que esto trae consigo cosas que se contradicen a sí mismas y en sí mismas: que puede ser – de hecho, lo es – un atractivo turístico es indiscutible, pero ese turismo necesita hospedarse, y para eso hay que construir casas e infraestructuras. Luego, viene una cosa de estas, y el magma no respeta más razones que las de la física pura y dura: bajar por sus caídas naturales hasta asentarse en el nivel del mar (mañana serán un beneficio para la pesca y la agricultura) pero hoy se lleva por delante a todo cuanto se pone por en medio. Las connotaciones turísticas y económicas les resbalan a la misma velocidad que resbala su lava en busca de ese nivel del mar.
Y en esto (y no quiero meter dedo en llaga alguna, tan solo que constatar un hecho) los seres humanos, en nuestro desaforado desarrollismo y búsqueda frenética de gananciales, somos ciegos congénitos a la hora de hacernos nuestra vivienda en las ramblas, en acantilados pegados al mar, en la montaña o en sus laderas, en los cauces de los ríos, o en los caminos de un volcán… Que admiramos nuestro buscado paisaje y rentabilidad de la propiedad con los ojos cerrados, y solo los abrimos cuando se nos lleva el agua, o nos la entierra un alud, o, como en este desgraciado caso, nos la churrasca un volcán… Y no es nada nuevo, si no algo tan viejo como la propia Historia que escribe el propio hombre. Ya Pompeya sentó sus reales en las faldas y fértil llanura de un Vesubio que era su paso al mar. Solo los fríos islandeses parecen haber entendido que el que quiera ver sus hermosos volcanes, géiseres y fumarolas, coja sus zapatos y mochila, deje el coche en el quinto pino, avituállese bien, pues no van a encontrar un chiringuito ni de coña, y vayan a gozar de la belleza que decía nuestra ministrila. Es lo suyo. Usted mismo… o misma.
Pero no podemos tenerlo todo en uno: belleza, pureza, cercanía, comodidad y seguridad, y a la mano y a la vista… En la Palma, la anterior erupción fue hace solo medio siglo. Cincuenta años no es tanto como para olvidar lo que un volcán es capaz de hacer y deshacer (incluido el bello espectáculo), y las precauciones y prevenciones que hay que observar en muchísimos quilómetros a la redonda. Para eso están los estudios geológicos y tectónicos de especialistas y vulcanólogos. Para hacerles caso, no en el preciso momento, si no después, y antes, de que llegue ese fatídico momento… Y miren, no critico al ser humano su derecho al riesgo, que lo tiene, lo que no me parece correcto es que luego se queje si le ocurre algo que estaba dentro de lo posible y previsto…
Lo que nos ocurre es que nosotros mismos nos convencemos con razones espúreas y ridículas cuando queremos justificar nuestras cagadas, y defendemos lo que es indefendible; y convertimos el hedonismo en necesidad… como también les pasa, por ejemplo, a los jóvenes con respecto a sus puéntings, a sus colgadas, o a sus cada vez más arriesgados y colgados botellones… Que los oigo razonar ante los medios, y sus perogrulladas son cada vez más peregrinas e idiotas. Se quieren convencer a sí mismos y a quiénes les escuchamos, que esos amogollonamientos y atontamientos masivos rebozados en alcohol y vómitos es para ellos una necesidad lógica y natural… cuando solo es un síntoma de vaciedad moral y de pura decadencia. Una autonegación social de ser humanos para convertirse en seres gregarios. De personas que se diluyen en gente…
Y, al final, los mismos adultos les damos la razón porque así nos exculpamos a nosotros mismos de la responsabilidad que, como padres, tenemos para con nuestros hijos. Y me refiero a formar en valores y a transmitir una educación mínima. De esa manera nos justificamos, y cuando el concepto de familia que falsamente nos hemos edificado se lo lleva el agua, la tierra, el aire o el fuego, entonces sí, entonces nos quejamos, nos lamentamos, y miramos a nuestro alrededor a ver quién tenemos cerca para echarle las culpas… Así mismo funcionamos.
MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ
www.escriburgo.com
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